Hoy vi un video que me estremeció el alma. No tenía música, ni grandes discursos, ni escenas llamativas. Solo mostraba a un hombre indigente sentado en una fría banca de concreto. Estaba sucio, delgado, encorvado, como si el peso del mundo le colgara de los hombros. Tenía la mirada clavada hacia un costado, pensativo, ausente, perdido quizás en recuerdos de una vida que alguna vez fue distinta.
Sus dos piernas estaban dobladas sobre la banca, casi en cuclillas, como si quisiera hacerse pequeño, invisible. A su lado, alguien dejó una bolsa con víveres y comida caliente, sin decir nada. El hombre no lo notó al principio. Pasaron los minutos y, de pronto, como si algo lo llamara, bajó sus pies al suelo y vio la bolsa. Miró a su alrededor, buscando al dueño. Pero no había nadie. Solo el silencio y ese regalo inesperado.
Se acercó con cuidado. Abrió la bolsa. Dentro, había un plato de comida humeante y algunos víveres. Entonces sucedió algo que no olvidaré: levantó su mirada al cielo y, con lágrimas en los ojos, dio gracias a Dios. Conmovido, tomó un trozo de carne con sus manos temblorosas, lo alzó como si ofreciera algo sagrado, y volvió a agradecer. Luego se cubrió el rostro y lloró. Lloró de gratitud.
Era solo un plato de comida. Pero para él, era un banquete celestial. Era amor. Era dignidad. Era esperanza.
Y al ver eso, mi alma se quebró… porque me vi reflejado en él.
Hubo un tiempo en que yo estaba sano, fuerte, comía sin pensar, caminaba sin notar el suelo bajo mis pies, respiraba sin valorar el aire. Tenía todo, pero no veía nada. Ni la sonrisa de un niño, ni el milagro de una flor. Nada me detenía. Nada me tocaba. Todo lo daba por sentado.
Pero luego vino la enfermedad. Y con ella, una oscuridad que no sabía que existía.
No podía comer. No podía tragar. Sentía que me ahogaba incluso al intentar beber un poco de agua. Los nervios apagaban el reflejo natural de tragar, y el estómago rechazaba todo con dolor. Solo con una pastilla de diazepam podía engañar al cuerpo lo suficiente para pasar un bocado. Pero incluso así, el alimento era un tormento.
Fue en ese valle profundo donde empecé a ver.
Un día llegaron unos sobrinitos de mi esposa. El más pequeño, de apenas 4 años, se metió debajo de mi camisa y me abrazó. Su ternura fue un bálsamo. Por un instante, el dolor se esfumó. En ese abrazo entendí que el amor es medicina.
Y cuando necesitaba consuelo, empecé a observar las flores que mi madre tenía sembradas. Cada flor nueva era una alegría. Un regalo. Un canto silencioso de la vida diciéndome: “Aquí estoy, todavía estoy floreciendo”.
Fue entonces que lo comprendí: las cosas más pequeñas son las que tienen mayor valor. Las que ignoramos cuando creemos tenerlo todo.
Hoy, después de haber caminado por ese desierto de dolor y escasez, puedo decir que Dios cambió mi mente. Me dio unos nuevos ojos, no los del cuerpo, sino los del alma. Y ahora lo veo en todas partes: en un plato de comida sencillo, en el abrazo de un niño, en los pétalos de una flor, en la mirada de un animal… en la dignidad de un hombre roto, que aún así mira al cielo con gratitud.
Quiero que vos, que estás leyendo esto, te detengás un momento.
Mirá a tu alrededor.
¿Tenés comida? ¿Tenés a alguien que te abrace? ¿Tenés salud? ¿Tenés una flor cerca?
Entonces, tenés un milagro.
No esperés al dolor para aprender a ver. No necesitás perderlo todo para agradecer. Dios ya te ha dado tanto, y quizás no lo has notado porque estás mirando muy alto… o muy lejos.
Hoy, como aquel hombre en la banca, levantá la mirada al cielo. Y decile:
“Gracias, Señor, por todo lo que tengo. Gracias por lo que tuve. Y gracias, incluso, por lo que aún no llega”.
Porque cuando el alma se llena de gratitud, aún lo poco se vuelve abundante.
Autor: Félix Guerra Velásquez
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