Hay una enseñanza que cambió mi vida y que hoy quiero compartir con vos. Es algo que no aprendí en un libro, sino que surgió de observar el comportamiento humano y meditar profundamente con la ayuda del Espíritu Santo.
Me di cuenta de algo que es muy evidente, pero que pocos notan: las personas son profundamente afectadas por lo que oyen. Una palabra puede herir o alegrar, levantar o destruir. Descubrí que la información y las palabras tienen un poder inmenso sobre la mente y el corazón humano.
Y entonces me pregunté:
¿Cómo puede ser que algo externo tenga tanto poder sobre nosotros?
Y decidí que en mí eso ya no debía ser así. Empecé a entrenar mi mente para no permitir que nada externo me controle o me dañe. Lo logré con esfuerzo, disciplina y, sobre todo, con la ayuda del Espíritu de Dios.
Pero en ese proceso descubrí algo aún más profundo:
aunque yo ya era inmune, mis palabras todavía tenían poder sobre otros.
Y no solo sobre las personas, sino también sobre los seres espirituales. Porque todo lo que sale de nuestra boca tiene peso. Jesús dijo:
"De la abundancia del corazón habla la boca" (Mateo 12:34).
Y también dijo que:
"No es lo que entra en la boca lo que contamina al hombre, sino lo que sale de la boca, esto contamina al hombre" (Mateo 15:11).
La perspectiva de Dios
Entonces comprendí algo glorioso: Dios no es afectado por nuestras palabras ni nuestras acciones. Él es el dueño de todo. Él creó los idiomas, la inteligencia, las emociones… ¿cómo algo creado podría perturbar al Creador? Dios ve desde una altura infinita, y desde esa altura, todo le es pequeño pero nada le es indiferente, porque lo ama todo.
Esa es la mirada elevada de Dios. Y es a esa mirada a la que estamos llamados.
Cuando el Espíritu Santo habita en nosotros, nos da una nueva mente, una nueva naturaleza, y con eso viene la capacidad de ver como Dios ve.
"Mas nosotros tenemos la mente de Cristo" (1 Corintios 2:16).
Y esa mente no se deja sacudir por lo externo.
No se ofende, no se altera, no se rinde.
Pero tampoco se vuelve fría ni distante.
Sigue amando intensamente, pero desde lo alto.
Ver con amor desde lo alto
Cuando decimos que debemos aprender a ver “desde la elevada mirada de Dios”, no estamos hablando de superioridad orgullosa, sino de madurez espiritual. Es ver las cosas desde una perspectiva eterna, con compasión y sin dejarse arrastrar por los dramas del momento. Es ver como Jesús vio a la multitud: confundida, débil, errante… y tener compasión de ellos.
"Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor" (Mateo 9:36).
No es una mirada que desprecia ni que ignora.
Es una mirada que comprende desde la paz interior, y que ama sin apego, sin sufrimiento innecesario, sin orgullo. Y eso no es una sugerencia para los que creemos: es una orden del Señor.
"Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros" (Juan 13:34).
¿Para qué nos es dada esta inmunidad?
No es para volvernos insensibles.
No es para despreciar a los que aún reaccionan con dolor, miedo o ira.
Es para poder enseñar con amor y firmeza.
Es para poder ayudar sin ser arrastrados por las tormentas emocionales ajenas.
Es para que podamos amar sin que el amor nos destruya, y corregir sin que la ira nos consuma.
Jesús fue el mejor ejemplo. Él tenía toda la inmunidad del cielo, pero aún así, lloró con los que lloraban, sanó a los enfermos, tuvo paciencia con los débiles… y todo eso sin dejar de ser firme, santo, y totalmente libre.
Conclusión
Si el Espíritu de Dios habita en vos, entonces tenés acceso a esa misma inmunidad.
No para aislarte del mundo, sino para amar con sabiduría.
No para juzgar desde arriba, sino para enseñar desde el cielo.
Este mundo no necesita más corazones heridos reaccionando.
Necesita corazones maduros, inmunes, pero llenos de compasión.
Y por eso estás aquí.
Autor: Félix Guerra Velásquez
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