Cuando un hombre dice la verdad, ya sea acerca de lo que él hizo o de lo que alguien hizo, esa verdad necesita ser sometida a prueba.
Solo así tiene el peso y el poder que ya de por sí tiene.
Pero si no pasa por ese proceso, incluso puede tomarse como mentira, o como una palabra simple, sin valor.
Sin embargo, la verdad dicha o pronunciada por el mismo Dios Todopoderoso no necesita ser sometida a prueba.
El que la escucha solo debe creerla, y ella se encarga de manifestar su poder.
A veces la verdad no es lo que creímos, pero sigue siendo
verdad
Hace tiempo, cuando estaba pasando por un momento muy
difícil de salud, escuché la voz de Dios. Pero no la entendí.
Creí algo que Dios no dijo.
Esperé, durante días, creyendo que Dios me iba a dar algo que Él nunca prometió.
Lo que pasó es que malinterpreté Su palabra.
Una mañana, mientras oraba, escuché claramente que Dios me dijo:
“Verás mi mano dentro de tres días.”
Yo le estaba pidiendo sanidad, así que cuando escuché esas palabras me alegré muchísimo.
Dije: “Sin duda, Dios me sanará dentro de tres días.”
Estaba tan seguro que dejé de tomar el medicamento que estaba usando. Quería sentir con claridad la sanidad cuando se manifestara.
Al siguiente día, volví a orar.
Y otra vez, escuché Su voz:
“Dentro de dos días verás mi mano.”
Para mí fue una confirmación de que sí había escuchado a Dios.
Entonces, seguí esperando.
De nuevo, al día siguiente, mientras oraba, Dios me dijo:
“Dentro de un día verás mi mano.”
Sentí una felicidad muy grande. Lo que yo estaba viviendo era muy duro, y esto me llenaba de esperanza.
Esa noche me acosté temprano, esperando que el día siguiente pasara rápido. Quería recibir mi sanidad.
Cuando amaneció, pasaron las horas… la mañana, la tarde, y cayó la noche. Me dije: “Cuando amanezca estaré sano.”
Pero no fue así.
Amanecí con la misma enfermedad.
Entonces pensé: “Quizá será una sorpresa, tal vez durante el día sucederá.”
Pero tampoco fue así. Entró la noche.
Y aún tenía esperanza: “Tal vez me sanará dormido.”
A la mañana siguiente me levanté… y nada.
La enfermedad seguía.
Ese día no oré.
Estaba molesto.
Pensaba:
“Si fue Dios el que me habló, yo debería estar sano ahora…
Pero si no fue Dios, sino que mi mente me engañó, eso es grave…
Y si no fue ni Dios ni mi mente, sino el mal que me habló, entonces esto fue una burla.
¿Y por qué Dios permitiría eso?”
Todo esto me tenía enojado. Por eso no oraba.
Pero cuando llegó el mediodía, decidí ir a orar.
No quería hablar con cualquier voz, quería hablar con Dios mismo, así que dije:
“Mi oración va dirigida al Dios y Padre de mi Señor Jesucristo, de quien yo soy y a quien pertenezco.”
Y le pregunté:
“¿Qué pasó? Dijiste que vería tu mano…”
Y de inmediato Él respondió:
“Y la viste. Mírate: estás vivo.”
Entonces, en un instante, me dio la capacidad de entender lo que Él me había dicho y lo que me estaba diciendo ahora.
Cuando digo que "Dios me dio la capacidad de entender", hablo de algo más allá del razonamiento humano. Es como si Él descargara en mí mente una cantidad de información que uno sabe que nunca podría haber alcanzado solo.
Dios no me había prometido sanidad, sino que me dijo que
vería su mano.
Fui yo quien malinterpretó su
palabra.
Pero aún así, Él fue fiel.
Había dejado
el medicamento por tres días, y no sufrí ningún daño.
Él me
había sostenido. Su mano me sostuvo.
Ahí vi algo mucho
más profundo:
la vida del ser humano no depende de la condición
del cuerpo, ni del tratamiento, ni del diagnóstico. Depende de la
voluntad de Dios.
Incluso mi mala interpretación sirvió
para mostrarme su poder.
Vi su mano, aunque no me di cuenta en
el momento.
Y aprendí algo que no voy a olvidar:
Dios
siempre dice la verdad.
Pero a veces, somos nosotros los que
interpretamos mal.
Y aun así, Su verdad no falla.
La mayor parte del tiempo pensamos que Dios nos dará lo que
queremos o supuestamente necesitamos, pero no es así.
Dios sí
sabe qué es lo que nos hará bien, qué es lo que nos fortalecerá
para esos momentos duros, presentes y futuros. Solo tenemos que poner
toda nuestra atención a su palabra, y después de escucharla debemos
estudiarla palabra por palabra para entender bien su significado. A
veces escuchamos su mensaje pero damos por hecho que entendimos lo
que dijo, pero Él es Dios. Aun cuando escuchamos su palabra en
nuestro idioma, y por corto que sea su mensaje, es profundo,
verdadero y cien por ciento puntual.
No debemos olvidar que Dios, a pesar de que nos habla, no es humano. Él es Dios, el mismo que hizo los cielos y la tierra; por tanto, no tiene necesidad de mentir porque no le entrega cuentas a nadie, ni se esconde de nadie, no tiene miedo de nada, no se pone nervioso y nadie puede intimidarlo. Nadie puede obligarlo a hacer o decir algo que Él no quiere; por tanto, siempre dirá la verdad en cualquier situación.
Como dije al principio, la verdad pronunciada por la boca de Dios es poderosa y no necesita ser puesta a prueba porque no es un humano el que la dijo. Así que la verdad de Dios solo debe ser creída, y el que la crea recibirá todo el poder que ella tiene y todos sus beneficios.
Imagina a Dios creando todo el universo solo con su verdad. Esa verdad tiene tal poder de crear cosas de la nada. Ella misma es poder. Ella no necesita nada, pero todos la necesitamos a ella. Todo lo que existe fue creado por ella, incluso el polvo de la tierra del cual fuimos nosotros formados. Por eso, todo lo que existe necesita escuchar la verdad de Dios y creerla, para que la vida continúe dentro de cada uno. Dejar de escucharla es suicidio, pues ella es la vida misma.
La verdad de Dios siempre te dirá que todo es posible, porque el poder de crear lo imposible es ella misma. Así que es tiempo de creerla, para que vivas y ella te enseñe a no tener miedo de nada: ni del pasado, presente o futuro, pues en el pasado ella está, en el presente ella está, y en el futuro estará también. Así que, mientras la verdad de Dios exista, tendrás acceso a ella.
Dichosos los que escuchan la voz de Dios, pues Él siempre los sostendrá. Dichosos los que día a día esperan escuchar su voz para hacer su voluntad, pues ellos serán transformados y librados de la muerte.
Autor: Félix Guerra Velásquez
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