domingo, 20 de julio de 2025

Cuando creí que ya lo había superado

 Una reflexión sobre la fragilidad humana y la compasión que nace del quebranto

Durante mucho tiempo creí que había superado algunas debilidades. Pensaba que ciertos errores del pasado ya no tenían ningún poder sobre mí. Las batallas que antes me hacían tropezar parecían haber quedado atrás. Era como si, al no enfrentarme más a esas situaciones, eso fuera prueba suficiente de que yo ya era más fuerte, más maduro, más estable.

Pero no. La realidad se presentó de forma clara e inesperada.


Un día, volví a encontrarme cara a cara con esa antigua debilidad. Y en lugar de sentirme firme y seguro, me descubrí temblando, vulnerable… casi como la primera vez. En ese momento comprendí algo que me estremeció por dentro: aquello que creí superado, simplemente estaba dormido. Dormido, sí, pero no muerto. Solo esperaba el momento oportuno para despertar.

Y entonces entendí que no he permanecido firme por ser fuerte, sino porque Dios, en su misericordia, me ha sostenido todo este tiempo. Si no he vuelto a caer, ha sido porque Su mano me ha guardado, no porque haya llegado a ser invencible. Ese descubrimiento, aunque incómodo, me llevó a un lugar necesario: la humildad.

Pedro, el confiado que cayó

No puedo evitar pensar en Pedro. Él también creyó que ya había superado ciertas cosas. Estaba convencido de que jamás negaría a Jesús. Le dijo:
“Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré” (Mateo 26:33).
Jesús, con total conocimiento de su corazón, le respondió:
“De cierto te digo que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces” (v.34).

Pedro no era un hipócrita. Era sincero. Pero estaba confiado en sus fuerzas. Y esa confianza lo llevó a una caída dolorosa. Cuando llegó la prueba, negó al Maestro tres veces. Y cuando el gallo cantó, Pedro lloró amargamente. (Mateo 26:75)

¿Sabés qué fue lo más bello de ese momento? Que ese quebranto no fue el final de su historia. Fue el principio de una nueva etapa, una en la que Pedro ya no confiaba tanto en su corazón, sino en la gracia de Dios. Y ese Pedro, restaurado y humillado, fue el que después predicó con poder en Pentecostés. Fue el que fortaleció a sus hermanos, el que escribió cartas llenas de compasión y sabiduría. Su debilidad lo hizo más útil.

El que piensa estar firme...

Estas experiencias me enseñaron algo vital: nadie está por encima de caer.
Pablo lo dijo con claridad:

"Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga." (1 Corintios 10:12)

Es una advertencia, pero no nace del miedo, sino de la sabiduría. Porque cuando creemos que estamos por encima del pecado, nos volvemos orgullosos, duros, y —sin darnos cuenta— descuidados. Dejamos de velar, de orar, de depender del Espíritu. Y ahí, en esa confianza carnal, somos más vulnerables de lo que imaginamos.

Pablo mismo, a pesar de sus visiones y revelaciones, reconocía su fragilidad. Por eso dijo:

“Pero por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Corintios 15:10),
y también:
“Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:10).

La compasión nace del quebranto

Este proceso de reconocer mi fragilidad no me llevó a la culpa, sino a la compasión. Me di cuenta de que muchas veces había hablado con cierta dureza de los errores ajenos. No con intención de juzgar, pero tal vez sin suficiente comprensión. Como si el hecho de no caer en algo me autorizara a creer que ya estaba más allá de eso.

Pero ahora veo distinto. Ahora puedo mirar al que tropieza y no sentirme superior, sino igual. Puedo decir con sinceridad:
"Yo también he estado ahí. No estás solo. Y si Dios me levantó a mí, también puede levantarte a vos."

Jesús fue el ejemplo supremo de esa compasión. No vino a aplastar al que se equivoca, sino a restaurarlo. Cuando encontró a la mujer sorprendida en adulterio, no la condenó. Le dijo:
“Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (Juan 8:11).
Y cuando Pedro lo negó, no lo echó. Lo restauró con amor, preguntándole tres veces:
“¿Me amas?” (Juan 21:15-17),
una por cada negación.

Jesús sabía que el amor verdadero se muestra más en la restauración que en el juicio.

En resumen…

Hoy sé que si estoy de pie, es porque Dios me ha sostenido, no porque yo haya vencido por mis méritos. Esta conciencia me hace caminar con más cuidado, más oración y más dependencia. Pero también me hace más compasivo, más blando, más humano.

Mi debilidad no me descalifica. Al contrario, me recuerda que necesito a Dios todos los días, y me hace apto para acompañar a otros en sus luchas. No desde una torre, sino desde el llano. Con humildad, con amor, y con esperanza.

Y si vos también estás en ese lugar, no te avergoncés. No estás solo. Hay Uno que no se cansa de restaurar corazones quebrantados, y Su gracia te alcanza hoy.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

La serpiente de bronce y Cristo en la cruz.

  El relato de Números 21:4-9 nos habla de un episodio crucial en el caminar de Israel: el pecado de la murmuración, el juicio de las serp...