viernes, 4 de julio de 2025

Cuando la caída es la escuela del amor

Hay caminos por los que Dios nos hace pasar que, a simple vista, parecen oscuros, duros, incluso injustos. Sin embargo, cuando el tiempo ha hecho su obra y el Espíritu ha madurado nuestro entendimiento, descubrimos que esos caminos eran parte de un plan lleno de amor. Nada en la vida de un hijo de Dios es casualidad. Cada paso, incluso el que nos lleva al quebranto, tiene propósito eterno. Y uno de esos propósitos más sublimes es enseñarnos a mirar a los demás con compasión.


La Palabra dice: “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (Gálatas 6:1). Esta instrucción no es una sugerencia, es una manifestación del corazón de Dios: Él desea que seamos instrumentos de restauración, no de juicio. Que cuando alguien cae, encuentre en nosotros un refugio, no una condena. Pero ¿cuántos en verdad viven así?

En la práctica, muchas veces sucede lo contrario. El error ajeno se convierte en el punto de partida para hablar, criticar, murmurar o mirar con desdén. ¿Por qué sucede esto si la Biblia es tan clara? Porque la naturaleza humana, incluso dentro del pueblo de Dios, tiende a buscar superioridad. Es una debilidad muy sutil que se disfraza de santidad.

Lo que pocos entienden es que juzgar también es una debilidad. Puede que quien juzga no esté cayendo en pecados visibles, pero si hay orgullo espiritual en su corazón, está tan lejos de Dios como el que cayó en una falta. Cuando alguien se siente mejor que otro, ya ha caído, aunque su vida parezca limpia por fuera.

Dios, en su inmensa sabiduría y amor, muchas veces permite que experimentemos nuestras propias debilidades, no como castigo, sino como escuela de compasión. Es allí, en el polvo, en el lodo, en el encierro del alma, donde uno aprende a mirar diferente. Uno deja de hablar mucho, y empieza a escuchar. Deja de señalar, y empieza a abrazar.

Solo quien ha estado herido sabe curar con ternura. Solo quien ha llorado por su propia flaqueza sabrá secar las lágrimas de otro sin juicio. Y eso, aunque duela, es un milagro. Porque allí ya no opera la carne, sino Cristo en nosotros.

Dios no desperdicia nuestras caídas ni nuestros errores. Él los redime. El quebranto, cuando es entregado a Él, se vuelve la plataforma desde donde enseñamos, con humildad, con amor, con verdad. Y así se cumple otra Escritura: “El que fue consolado, consuele a otros con la misma consolación con que fue consolado” (2 Corintios 1:4).

Esta es la obra profunda del Espíritu: transformarnos no en jueces, sino en pastores; no en acusadores, sino en restauradores; no en sabios en letras, sino en sabios en amor.

Porque el evangelio no es un sistema para producir gente moralmente impecable, sino un camino para transformar corazones endurecidos en corazones como el de Cristo. Y ese proceso duele. Pero ese dolor, en manos del Espíritu, es redención.

Tal vez vos estés pasando por un tiempo de debilidad, de lucha, incluso de vergüenza. Tal vez no puedas entender por qué estás en ese lugar, si antes eras fuerte. Pero quiero decirte algo con todo el amor: Dios te está formando para algo más alto. Te está mostrando que la verdadera fuerza no está en no caer nunca, sino en aprender a levantarte y en aprender a levantar a otros.

Y si alguna vez fuiste de los que juzgaron, no te condenes. Muchos lo fuimos. Pero si ahora tus ojos se han abierto, si el quebranto te ha hecho más humano, más misericordioso, entonces el cielo sonríe. Porque ahora sí podés amar como Jesús ama. Ahora sí podés llorar con los que lloran y levantar con manos suaves al que se encuentra débil.

La iglesia necesita menos orgullo espiritual y más corazones quebrantados. Menos perfección fingida y más transparencia sanadora. Menos púlpitos altos y más hombros donde los cansados puedan descansar.

Dios no busca gigantes espirituales que jamás caigan. Busca siervos que, aunque caigan, se dejen levantar, y luego usen su experiencia para levantar a otros.

Así es como el Reino avanza. Así es como el Cuerpo de Cristo se edifica. No con grandes discursos, sino con corazones restaurados que saben restaurar.

Tal vez no tengas todas las respuestas, pero si tenés amor, paciencia y comprensión, ya tenés lo esencial. Porque en el Reino de Dios, el más grande no es el más perfecto, sino el más humilde.

Y si hoy entendés que tu camino difícil no fue en vano, si podés mirar atrás y ver cómo el dolor te hizo más sensible, más parecido a Jesús… entonces estás listo para ser un instrumento poderoso en las manos del Padre.

Seguí caminando. No te detengás. Aún con lágrimas, aún con cicatrices… porque esas marcas serán las huellas que otros seguirán para encontrar esperanza.

Y cuando llegue el día glorioso en que seamos transformados, en que esta naturaleza caída se vista de gloria, entonces diremos con gozo: “Gracias, Señor, porque incluso mis debilidades sirvieron para glorificarte”.

Ese día cantaremos victoria. Pero hoy, en este tiempo, abrazamos el proceso con fe y amor, sabiendo que Dios nos está formando, no para juzgar, sino para amar como Él ama.


Este texto nace de una conversación profunda entre el alma y el Espíritu, entre la fragilidad humana y la gracia divina. Que sirva como un bálsamo para quienes luchan, y como una luz para quienes han caído. Y sobre todo, como una invitación a amar con la ternura del cielo.

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